El Bruche espía la red

lunes, enero 15

Los mil y un usos de un barómetro


¿Creían que se habían librado de mí? Nones, se acabaron mis vacaciones y vuelvo a traerles algunas curiosidades perdidas en la interné.
De mis vicios, el café es el más inocente, aunque si hubiera vivido en tiempos del rey Gustavo III de Suecia tal vez no hubiera sido tan simple.
Parece ser que la realeza trae aparejada una cierta especie de paranoia congénita y uno, si tiene sangre azul, empieza a buscar conspiraciones y dagas escondidas entre todas las cortinas. Como el caso de este sueco loco, que estaba convencido de que el café era un veneno. Pero el bueno de Gustavo III de Suecia no se conformó con no tomarlo, sino que para demostrar su vaga intuición, ordenó a un reo tomar café todos los días y a otro tomar té. No me hagan hablar de la corrección ética del rubio monarca, que por creer veneno el café mandaba tomar todos los días a un reo del brebaje, porque seguro me salen con lo de ver la historia con el cristal de cada tiempo y no quisiera entrar en discusiones inútiles.
La cosa es que el experimento palaciego, que fue seguido por una comisión médica, fue un fracaso. Veamos cuál fue el orden de entradas al cementerio de la ciudadela: los primeros en morir fueron los médicos, después el rey, muchos años más tarde el condenado a beber té y por último el bebedor de café. Eso sí, el reo se mantuvo muchísimo más despierto que el resto.
Y hablando de historiedades, alguien de por acá tiene la más pálida idea de por qué se le dice Papa al Sumo Pontífice de la Iglesia Católica? Los que lo saben, pasen a la izquierda que se les convidará con unos refrigerios mientras los que no los saben acompáñenme que la historia, aunque corta, es interesante.
La palabra “Papa” no figura en ningún documento eclesiástico anterior a 1900 y no es una palabra propiamente dicha, es una sigla. Precisamente en 1908, Urbano II ordenó que se designara de esa forma a los pontífices, y la palabra corresponde a las iniciales de Pedro Apóstol Pontífice y Augusto.
Los que fueron a tomar el refrigerio pueden volver porque retomamos el espíritu académico del comienzo, porque vamos a transcribir aquí un recuerdo del presidente de la Sociedad Real Británica y Premio Nóbel de Química en 1908, Sir Ernest Rutherford, quien contaba la siguiente anécdota:
“Hace algún tiempo, recibí la llamada de un colega. Estaba a punto de poner un cero a un estudiante por la respuesta que había dado en un problema de física, pese a que éste afirmaba rotundamente que su respuesta era absolutamente acertada. Profesores y estudiantes acordaron pedir arbitraje de alguien imparcial y fui elegido yo.
Leí la pregunta del examen y decía: demuestre cómo es posible determinar la altura de un edificio con la ayuda de un barómetro. El estudiante había respondido: llevo el barómetro a la azotea del edificio y le ato una cuerda muy larga. Lo descuelgo hasta la base del edificio, marco y mido. La longitud de la cuerda es igual a la longitud del edificio.
Realmente, el estudiante había planteado un serio problema con la resolución del ejercicio, porque había respondido a la pregunta correcta y completamente.
Por otro lado, si se le concedía la máxima puntuación, podría alterar el promedio de su año de estudio, obtener una nota mas alta y así certificar su alto nivel en física; pero la respuesta no confirmaba que el estudiante tuviera ese nivel.
Sugerí que se le diera al alumno otra oportunidad. Le concedí seis minutos para que me respondiera la misma pregunta pero esta vez con la advertencia de que en la respuesta debía demostrar sus conocimientos de física.
Habían pasado cinco minutos y el estudiante no había escrito nada. Le pregunté si deseaba marcharse, pero me contestó que tenía muchas respuestas al problema. Su dificultad era elegir la mejor de todas. Me excusé por interrumpirle y le rogué que continuara.
En el minuto que le quedaba escribió la siguiente respuesta: tomo el barómetro y lo lanzo al suelo desde la azotea del edificio, calculo el tiempo de caída con un cronometro. Después se aplica la formula altura = 0,5 por A por t^2. Y así obtenemos la altura del edificio.
En este punto le pregunté a mi colega si el estudiante se podía retirar. Le dio la nota más alta.
Tras abandonar el despacho, me reencontré con el estudiante y le pedí que me contara sus otras respuestas a la pregunta. Bueno, respondió, hay muchas maneras, por ejemplo, tomas el barómetro en un día soleado y mides la altura del barómetro y la longitud de su sombra. Si medimos a continuación la longitud de la sombra del edificio y aplicamos una simple proporción, obtendremos también la altura del edificio.
Perfecto, le dije, ¿y de otra manera?. Sí, contestó, éste es un procedimiento muy básico para medir un edificio, pero también sirve. En este método, tomas el barómetro y te sitúas en las escaleras del edificio en la planta baja. Según subes las escaleras, vas marcando la altura del barómetro y cuentas el número de marcas hasta la azotea. Multiplicas al final la altura del barómetro por el número de marcas que has hecho y ya tienes la altura.
Este es un método muy directo. Por supuesto, si lo que quiere es un procedimiento mas sofisticado, puede atar el barómetro a una cuerda y moverlo como si fuera un péndulo. Si calculamos que cuando el barómetro está a la altura de la azotea la gravedad es cero y si tenemos en cuenta la medida de la aceleración de la gravedad al descender el barómetro en trayectoria circular al pasar por la perpendicular del edificio, de la diferencia de estos valores, y aplicando una sencilla fórmula trigonométrica, podríamos calcular, sin duda, la altura del edificio.
En fin, concluyó, existen otras muchas maneras. Probablemente, la mejor sea tomar el barómetro y golpear con el la puerta de la casa del portero. Cuando abra, decirle: "Señor portero, aquí tengo un bonito barómetro. Si usted me dice la altura de este edificio, se lo regalo".
En este momento de la conversación, le pregunté si no conocía la respuesta convencional al problema (la diferencia de presión marcada por un barómetro en dos lugares diferentes nos proporciona la diferencia de altura entre ambos lugares) evidentemente, dijo que la conocía, pero que durante sus estudios, sus profesores habían intentado enseñarle a pensar.
El estudiante se llamaba Niels Bohr, físico danés, premio Nóbel de física en 1922, más conocido por ser el primero en proponer el modelo de átomo con protones y neutrones y los electrones que lo rodeaban. Fue fundamentalmente un innovador de la teoría cuántica.
En este punto sería el momento ideal para insertar la moraleja edificante afirmando que es más importante pensar que memorizar, pero, ustedes saben, que lo mío nunca fue muy onda Esopo, así que ya saben, si ven a alguien con un barómetro en una terraza, guarda la pelada.

4 comentario(s):

Che, buenisimo

Por Blogger CALM, a las sáb mar 24, 04:31:00 p. m.  

Se agradece calm, y debido a su oportuna intervención, rescataré del olvido este coso y prometo esta noche misma postear algo más.

Por Blogger Javier Arias, a las lun abr 09, 09:01:00 p. m.  

No prometa don...
Mire que soy como una criatura y ahora creo que Ud. nos debe una actualización.

Por Blogger Chinita Jodida, a las sáb abr 14, 09:31:00 a. m.  

Me parece muy completa la exposición de la historia!! Perfecta!! En muchos sitios que he estado mirando esta historia casi nadie sabe decir quien es ese estudiante quejicoso!! un Saludo!! Felicidades!!

Por Anonymous Anónimo, a las jue feb 14, 10:12:00 a. m.  

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